jueves, 6 de septiembre de 2007

tarántula 2


Rojo primario

Carmen Leticia Espriella


Mamá cuervo

Se veía tan hermosa cuando cerramos la puerta. En medio de la blanca habitación, sentada en el piso, mi niña no sabía del mundo externo. Estaba tan absorta en sí misma que ni siquiera volteó para despedirse cuando le avisamos de nuestra partida. Es linda la chiquita. Sus manos tiernas se aferraban al hueso como si no existiera en el mundo ninguna cosa fuera de ese trozo de pierna. La sangre le escurría libremente por el cuello y sus ojos no podían dejar de observar aquel músculo fibroso que con tanto placer desgarraba. En momentos así me siento orgullosa de tener la familia que tengo, de ser capaz de darle a mi niña todo lo que necesita. Y, en casos como éste, ser capaz de darle pequeños gustos. Uno no puede darle todo a los hijos, porque se malcrían. Además, no es sano que se hagan afectos a ese tipo de relación con gente cercana. Pero, tenerla tan a la mano era una circunstancia que no podía desperdiciar y mi niña me lo había pedido tantas veces… A media noche, en un barrio casi desierto, si la maestra de mi hija sale borrachísima de la casa contigua a la de una de nosotras, ¿cómo justificar dejarla ir? No. En realidad vale la pena ser lo que uno es y ser capaz de entregar, en bandeja de plata, pedazos de maestra para merendar.

Pintura

Tomé el gran pincel redondo que tenías sobre la mesa y lo sumergí con violencia dentro de la pintura vinílica roja. Con amplios movimientos que ponían todo mi cuerpo en juego, fui trazando sobre tus cuadros, el mapa de las heridas que hiciste: grandes venas abiertas de las que mana un fuego intenso.

Morado

Era tan blanca, que se podían seguir el mapa de las venas sobre su piel. Él pasaba mucho tiempo tratando de comprender cómo se entretejían esos hilitos morados por donde fluía sangre. Un día tomó un marcador morado y se fue delineándolos, uno por uno, como si el cuerpo de ella fuera una enorme banda de Moebius. Ella simplemente cerró los ojos y se dejó acariciar por la punta afelpada que dejaba líneas de color. Cuando él había terminado, ella se asomó risueña al espejo del baño pero inmediatamente se le borró la sonrisa. Aquello era un verdadero caos. Tomó un par de agujas y lentamente fue tejiendo aquella maraña. Al final, las líneas moradas se habían convertido en un hermoso sweater que él tenía miedo a usar en su trabajo… no fuera a ser que alguna línea se atorara con cualquier clavito mal puesto en la carpintería familiar y se desatara una hemorragia inexplicable justo frente a los ojos de sus hermanos mayores.


Suegra

Te soñé. Escuché tu voz cálida hablando de alguien más, defendiendo de las garras de tu madre a otra que no era yo. Te escuché entre mis sueños contar cómo ahora hacías tu vida al lado de una hermosa rubia y la querías y sentías ternura por ella. Decías que no ibas a dejar que tu madre le hiciera lo mismo que me había hecho a mí. Quise cerrar los ojos y pensar que aquello no era posible, pero era un sueño y no tuve la capacidad para dejar de verte ni dejar de que cada una de tus lágrimas y tus palabras me quebraran. En el fondo, la voz chillona de tu madre que te exigía te separaras de la que ahora es tu mujer abría surcos en el corazón. Yo también quería que la dejaras, quería estar a tu lado, que fueras sólo mío, que tus ojos sólo me miraran a mí y que tu dulce voz acariciara sólo mis oídos; pero no podía dejar de admirar la valentía con la que decías una y otra vez que no ibas a abandonarla, que la que tendría que recobrar la cordura sería ella y que no ibas a permitir que se repitiera la historia. Lloré. Tu madre te gritaba. Oscilando entre la impaciencia y la ternura, defendías a la otra. Y deseé, ya no sólo por mí, sino por ti también, que aquella noche terrible hubiera sido tu madre quien muriera, aunque yo hubiera quedado en la silla de ruedas desde donde ahora ella te grita con su voz de aguja.

Limpieza

Se sentía como si la piel se rompiera cuando la tocabas. Acercaba el dedo índice a la mejilla y escuchaba el crujir de la superficie cediendo ante su presión. Yo no recordaba nada, pero la evidencia no dejaba lugar a dudas. Lágrimas saladas tendrían que haber pasado durante todo el tiempo que no supe de mí. ¿Cómo explicar el salitre de otra manera?
El caso ya era alarmante. La ardiente capa de sal arenosa estaba carcomiéndome la piel. Intenté primero quitármela con agua dulce. Fue un fracaso. Esa sal no se disuelve en agua. Después intenté usar aceite, con idéntico resultado. Probé cremas, lociones, leche, hasta helado de vainilla. Nada funcionaba.
Mis opciones se habían acabado y en lo único que podía pensar era en usar sangre. Saqué una navajita, una bolsa de algodón estéril y procedí. La herida en la muñeca izquierda prácticamente no dolió. Los algodones empapados en sangre se deslizaban por mi cara como si fueran parte de mi cuerpo. No fue sencillo quitar toda la costra. La sangre sólo quitaba minúsculas porciones de sal por aquí y por allá. Con paciencia fui acabándome los algodones, fui retirando los granitos de sal, fui limpiando mi piel y descubriendo mis pecas entre la piel roja. Al final, cuando hube retirado todo rastro de llanto y el agua dulce había devuelto el color original a mi piel, cosí con mucho amor mi muñeca izquierda y la besé con ternura, en un claro reconocimiento de que la sangre no sólo mancha, también limpia.

Mezquite

Apagados los ojos, despierto el olfato, ofreciendo una lengua dulce de gemidos guturales, yo te buscaba árbol lleno de espinas, con abrazos que perforaran mis sentidos, con dientes que devoraran... pero tu corteza petrificada se había pulido y tus dedos puntiagudos eran ahora muñones redondos que en lugar de asir, resbalaban en mi saliva.

Manualidades

No había necesidad de hacer escándalos o llamar la atención. Todo era cuestión de desarmarme. Abrí la llave de la ducha, disfruté del chorro cayendo en mi cabeza. Me senté en el piso y procedí. Comencé con la rodilla derecha. No voy a mentir: sí me costó trabajo, sobre todo al principio, pero una vez zafadas las articulaciones, lo de menos fueron piel, venas y arterias.
El trabajo fue minucioso y detallado. La carne fue puesta a un lado, con el fin de trocearla y dejarla ir, poco a poco, por el sanitario. Intenté ser cuidadoso con la tibia al separarla del peroné. Creo, sin embargo, que fui lo suficientemente delicado como para no haber rayado ninguno de los dos.
Durante un buen rato traté de decidir lo que haría con los huesos del pie y como no llegué a una decisión tajante, los aparte para lidiar con ellos más tarde.
Vendé mi rodilla sangrante con gran cuidado y me fui a seguir el trabajo. El palo de madera labrada ya estaba listo, así que sólo necesité cortar la tibia en dos partes y fijar los fragmentos a ambos extremos. El bastón era una gran tibia, crecida artificialmente con la madera en la que había tallado esos ojos vacíos y esas virutas danzantes en el viento que a veces se usan como adorno.
Durante los días eternos que precedieron a la manufactura de la prótesis, pinté minuciosamente el hueso, imitando las vetas de la madera.
Cuando terminé y pude usar mi bastón, me sentía orgulloso de que, aunque macabro, parecía hecho de una sola pieza de madera.
Fuera del bastón, este anillo que hice con las falanges del pie y la espada que hice con el peroné, el resto de los productos son de huesos ajenos. Es increíble la cantidad de objetos que pueden construirse cuando uno se decide a reciclar.

La reina de la noche

Sobre el pecho sentía el ardor del desencuentro. Así, recostada sobre la cama, con los ojos abiertos en medio de la oscuridad, era capaz de ubicar perfectamente cada una de las líneas-rasguños que la marcaban, heridas que sangraban hacia dentro. Con sus dedos enterrados entre la tela, al modo de raíces, su boca de brillante rojo revlon florecía en sonrisa sobre su piel violácea. Curiosas son las maneras en que la felicidad brota aunque uno no quiera.

Bosque rojo

Las ramas se enredan como si tejieran una barrera. Las espinas perforan la tela, la ropa, la piel. Siento rasguños en la cara y la impotencia de que los árboles impidan mi avance. Las ramas de estos mezquites se han clavado en el cuerpo, en el torso. Intento sacarme estas puntas de tres centímetros que tengo incrustadas entre mis músculos, mientras la sangre cae dibujando estrellas en las hojas secas del suelo; pero no sólo no consigo zafarme, sino que ahora me parece que las ramas intentaran acercarme al tronco. No he terminado de quitarme una espina cuando ya una varita se me ha enredado en la muñeca. El árbol me jala y abraza. Su corteza hiere mi espalda. Ya ni siquiera opongo resistencia, me dejo atravesar por sus múltiples garras. Justo antes de cerrar los ojos, en esta posición casi fetal, una rama gruesa se abre paso entre el tronco y yo. Se introduce en mi espalda, atraviesa el corazón y veo cómo emerge de mi pecho este brazo gigante, redondo. Me suelto.

Tinto

El crujir de los huesos apenas se percibe, cuando es mi esternón el que se ha roto hacia adentro. Las costillas se incrustan en los pulmones y la sangre fluye llenándolos como vino espeso en remolino. Soy tu copa. Acercas mis labios a los tuyos y bebes mi dulzón veneno tinto. Nos matamos, nos morimos. Crujen mis huesos al ritmo en que te ahogas con mi sangre.

Carmen Leticia Espriella (Hermosillo, Sonora, 1973). Estudió Letras en la Universidad de Sonora. En 1996 la Unison le publicó la plaquette Desencuentros desesperados. Publica en revistas y en su blog. Autora de Luna de agua (ediciones altanoche, 2007). Imparte clases de literatura.