jueves, 5 de febrero de 2009

tarántula 4


Cama

Manuel Llanes

El viento del porvenir
A ella le gustaba salir por las noches en el carro. Aunque me decía que manejara sin rumbo fijo siempre terminábamos en el mismo sitio: el observatorio, ese mirador del norte con una piedra enorme en la cima, donde las manos de los antiguos pobladores de la región grabaron palabras de un lenguaje incomprensible para nuestros intérpretes, siempre un paso detrás de la marcha de lo inefable. Desde ahí podíamos ver las luces de la ciudad, de igual forma que en el pasado aquellos hombres contemplaron las antorchas. En la cima guardábamos silencio y el campo y la noche tenían una cara atroz, mientras el viento soplaba con fuerza entre la ropa y el cabello.
—Es el viento del porvenir —decía ella—, si prestas atención te dirá tu futuro, como una adivinadora ante la bola de cristal.
Pero yo no escuchaba nada, tan sólo el murmullo del viento, como cuando acercaba el oído a una caracola. Ella nunca me dijo lo que el viento le decía, ni siquiera una vez. Tuve que resignarme a verla callada durante el camino de regreso, mientras pensaba en los secretos que el viento del porvenir le había revelado.

No sé dónde está ella ahora, pero la piedra milenaria sigue en la cima del observatorio. A veces me gusta salir a manejar por las noches. Voy por las calles y trato de no pensar, ni detenerme. No voy a ningún lado en especial, pero siempre termino en el mismo lugar: la cima del mirador, donde el viento corre y agita las hojas de los árboles y la hierba, en un intento inútil de mover la piedra. Ahora las cosas han cambiado. Guardo silencio y el viento no me dice en secreto mi futuro. Tan sólo me murmura: “Estás sólo”.

Primeras letras
Nadie recuerda la hora, sólo la luz: atardecía. Aquél lunes había ido, como siempre, a la escuela. Así eran sus mañanas de adolescente, llenas de libros y de tareas que siempre se dejaban para más tarde (hasta el domingo en la noche), miradas furtivas a muchachas y discursos vacíos de maestros mediocres. Estaba resignado a sus mañanas, tal vez porque la física y la química le brindaban consuelo con sus fórmulas y cuentos sobre el mundo, porque ocasionalmente era agradable faltar a clases para fugarse a la biblioteca, donde contemplaba las hileras de libros y sentía algo que no era el simple placer, sino algo más sublime que eso.
Por las tardes, le gustaba ver la televisión y salir a caminar: vivía en la orilla de la ciudad, cerca del bosque, un laberinto conocido donde se internaba en largas caminatas, de las cuales volvía con las piernas adoloridas y la ropa llena de polvo y basuras. Al final del día se daba tiempo para leer después de hacer las tareas. A veces se quedaba dormido con un libro sobre el pecho.
El amor no existía para él. Por eso cuando la madre entraba a su habitación nunca encontraba nada que pudiera delatarlo: una carta, un mechón de cabellos, la ropa perfumada por el cuerpo de una jovencita. No tenía amigos, aunque de vez en cuando se topaba en el bosque con otros, que también caminaban. En una ocasión había visto a una pareja de amantes recostados en la hierba, él entrando en ella con un ímpetu que la naturaleza hacía lucir más salvaje. También había visto hombres juntos sobre la hierba, sólo que el ansia de ellos era mayor, como si aquel fuera el único lugar del mundo donde les estuviera permitido tenerse de esa manera. Sin saberlo, sus caminatas improvisadas lo llevaban por un rumbo determinado.

Nunca antes le había pasado. Ni siquiera tenía un diario: le gustaba olvidar. Nadie recuerda la hora. Su padre estaba trabajando, su madre dormitaba en un sillón, sus hermanos nunca habían existido en su habitación de hijo único. Sólo se guarda memoria de la luz: atardecía. No estaba cansado, no quería ir a caminar.
De repente lo escrito en las páginas de la novela que leía le pareció tan cercano, como si aquello de alguna forma también le perteneciera, como cuando contemplaba a las muchachas o a los habitantes del bosque cercano, como si él de alguna forma también tuviera cosas que contar, sólo por el placer de hacerlo.
Sobre su escritorio había un cuaderno de pasta dura. Nadie sabe quién lo puso ahí: el padre estaba en el trabajo, la madre dormitaba en el sillón de la sala. También encontró una pluma de tinta negra, que parecía haber sido creada a partir del aire, en ese momento y por una mano secreta, hecha para existir al lado del cuaderno y escribir sobre él. Comprendió el sentido de las caminatas, de tanta soledad y tantos libros y lecturas. Nadie sabe la hora exacta en que ocurrió. Atardecía cuando se sentó a escribir.
Planeta nicotina
Allá en mi planeta, a la vuelta de la esquina, donde abunda la niebla, los astronautas no son como los tuyos, con escafandras y tanques de oxígeno, para bucear en lo alto. Nosotros respiramos diferente y nuestra tecnología nos favorece: bajamos a los planetas con enormes cigarros, para tener a la mano el humo que nos da la vida y llevar el vicio a todo el universo.

Reencarnación y entomología
El enjambre de avispas y el dolor que prometen. La tarea hexagonal y dulce de la abeja. La mosca, inmune a la capitulación y la repugnancia. La viuda negra y su cópula con un condenado. El mosquito y su sangre, casi humana. La mariposa que emigra desde el norte; el gusano, esa otra mariposa. La hormiga, que levanta reinos; la termita que los echa abajo. El escarabajo, que recuerda un tanque. La mantis religiosa, que reinventa el verde. La libélula (acaso el más bello de todos los insectos), con sus dos pares de alas. El grillo y su lujuria que canta. La araña y sus trampas de estambre, amigas del rocío. Esas imágenes, triviales para algunos, repulsivas para otros, forman los sueños de un hombre. Su estudio está repleto de todos los colores, de alfileres que paralizan un vuelo y atraviesan un corazón. A su manera, es un redentor que ennoblece los finitos pobladores de su jardín.
Los insectos del presente le temen y detestan, porque para ellos no hay diferencia entre el niño que destruye hormigueros y el mencionado coleccionista, que ante los múltiples ojos no pasa de ser un simple torturador. El roce de antenas, de generación en generación (unos días son toda una vida para ellos), ha transmitido con eficiencia ese pesar. La esperanza de su odio es que un día, el coleccionista reencarne en un insecto, de la misma forma que otros hombres se vuelven rocas, ángeles, madera, hombres de nuevo, humo, papel al viento, castor o lluvia: porque los insectos saben que la vida sigue. Ese amanecer, afortunado y glorioso, cientos de aguijones lo atravesarán, la ponzoña del jardín será su sangre, los bisnietos de la mantis masticarán su cabeza. El entomólogo abre los ojos asombrado ante una nueva especie. Como él la ha descubierto llevará su nombre (¡y de qué forma!). No sabe que su pequeño museo es un callado monumento que profetiza el dolor del porvenir.
Manuel Llanes (Hermosillo, 1972). Es autor de la antología de relatos Tiempo de tréboles (editada por el Colegio de Bachilleres en 1991). En 1993 aparecieron sus primeras críticas de cine en el periódico Opinión. Se licenció en Literaturas Hispánicas por la Universidad de Sonora. Autor de Decir adiós de noche (ISC, 2008). Actualmente estudia en Barcelona.

jueves, 21 de febrero de 2008

tarántula 3

Zona de derrumbes

Abril Castro


Uno se pierde en los recuerdos
prefiere callar cuando es agosto y llueve
se esconde
se agazapa en la primera persona del plural
d i v i d i d o
se engaña
estira su sombra para alcanzar alguna otra

un movimiento

cualquier contacto se vuelve tibio
y uno se arrastra para besar la nube que se aleja
uno llora uno se arranca
del vientre y de los senos

este agosto animal en fuga


Esto es lo que hay
el plexo
un dolor en la boca del estómago
que rompe por lo más delgado
un apuro por llegar
hastío
tu nombre
manchas en los zapatos

p

o

l

v

o


Aprendiste a ovillar tu cuerpo para recibirla
tus caricias de animal manso fueron a su cuerpo
como uno va al mar

desprotegido



Cierras los ojos
sientes la palma de su mano sobre ellos
dudas del abrigo tibio de su cuerpo
-tan real-
¿Es por piedad que se cierra los ojos a los muertos?



Te desplomas y cambias de ruta
inventas o evitas caminos

las palabras accidente casualidad encuentro fortuito

señalan en rojo esquinas y paralelos

la ciudad se convierte en otra bajo los pies
ella / tú
zona de derrumbes
tan grande
tan hueca
tan perdida
maneje con precaución



Como quien se sabe perseguido
abres los ojos con urgencia
llamas sed al espesor de la saliva
niño destetado
preguntas nuevamente
cómo era esto antes de ser esto
y las respuestas se te caen de la mandíbula

a un pozo donde la piedra nunca fondo



fingir que todo va bien
la sonrisa te alcanza todavía
la vida se mide contigo de otra manera
aunque le des la vuelta

y sí

la pérdida tiene cierta belleza

pero a ti no
nada nunca



Intentas hablar de la ausencia al polvo que se guarda en las heridas

hablar del tiempo del color de la derrota

tomas un trago de cerveza
el líquido baja

suave

inunda
la palabra desleal

y la ciudad se desdibuja distante
se vuelve un plano vacío y desdoblado

desplomado/

Hay árboles que cuando mueren caen
no puedes levantarte/ nudo ciego
no eres más que un objeto abandonado en una casa que también

Algo de nosotros se queda en los objetos y en los días

jueves, 6 de septiembre de 2007

tarántula 2


Rojo primario

Carmen Leticia Espriella


Mamá cuervo

Se veía tan hermosa cuando cerramos la puerta. En medio de la blanca habitación, sentada en el piso, mi niña no sabía del mundo externo. Estaba tan absorta en sí misma que ni siquiera volteó para despedirse cuando le avisamos de nuestra partida. Es linda la chiquita. Sus manos tiernas se aferraban al hueso como si no existiera en el mundo ninguna cosa fuera de ese trozo de pierna. La sangre le escurría libremente por el cuello y sus ojos no podían dejar de observar aquel músculo fibroso que con tanto placer desgarraba. En momentos así me siento orgullosa de tener la familia que tengo, de ser capaz de darle a mi niña todo lo que necesita. Y, en casos como éste, ser capaz de darle pequeños gustos. Uno no puede darle todo a los hijos, porque se malcrían. Además, no es sano que se hagan afectos a ese tipo de relación con gente cercana. Pero, tenerla tan a la mano era una circunstancia que no podía desperdiciar y mi niña me lo había pedido tantas veces… A media noche, en un barrio casi desierto, si la maestra de mi hija sale borrachísima de la casa contigua a la de una de nosotras, ¿cómo justificar dejarla ir? No. En realidad vale la pena ser lo que uno es y ser capaz de entregar, en bandeja de plata, pedazos de maestra para merendar.

Pintura

Tomé el gran pincel redondo que tenías sobre la mesa y lo sumergí con violencia dentro de la pintura vinílica roja. Con amplios movimientos que ponían todo mi cuerpo en juego, fui trazando sobre tus cuadros, el mapa de las heridas que hiciste: grandes venas abiertas de las que mana un fuego intenso.

Morado

Era tan blanca, que se podían seguir el mapa de las venas sobre su piel. Él pasaba mucho tiempo tratando de comprender cómo se entretejían esos hilitos morados por donde fluía sangre. Un día tomó un marcador morado y se fue delineándolos, uno por uno, como si el cuerpo de ella fuera una enorme banda de Moebius. Ella simplemente cerró los ojos y se dejó acariciar por la punta afelpada que dejaba líneas de color. Cuando él había terminado, ella se asomó risueña al espejo del baño pero inmediatamente se le borró la sonrisa. Aquello era un verdadero caos. Tomó un par de agujas y lentamente fue tejiendo aquella maraña. Al final, las líneas moradas se habían convertido en un hermoso sweater que él tenía miedo a usar en su trabajo… no fuera a ser que alguna línea se atorara con cualquier clavito mal puesto en la carpintería familiar y se desatara una hemorragia inexplicable justo frente a los ojos de sus hermanos mayores.


Suegra

Te soñé. Escuché tu voz cálida hablando de alguien más, defendiendo de las garras de tu madre a otra que no era yo. Te escuché entre mis sueños contar cómo ahora hacías tu vida al lado de una hermosa rubia y la querías y sentías ternura por ella. Decías que no ibas a dejar que tu madre le hiciera lo mismo que me había hecho a mí. Quise cerrar los ojos y pensar que aquello no era posible, pero era un sueño y no tuve la capacidad para dejar de verte ni dejar de que cada una de tus lágrimas y tus palabras me quebraran. En el fondo, la voz chillona de tu madre que te exigía te separaras de la que ahora es tu mujer abría surcos en el corazón. Yo también quería que la dejaras, quería estar a tu lado, que fueras sólo mío, que tus ojos sólo me miraran a mí y que tu dulce voz acariciara sólo mis oídos; pero no podía dejar de admirar la valentía con la que decías una y otra vez que no ibas a abandonarla, que la que tendría que recobrar la cordura sería ella y que no ibas a permitir que se repitiera la historia. Lloré. Tu madre te gritaba. Oscilando entre la impaciencia y la ternura, defendías a la otra. Y deseé, ya no sólo por mí, sino por ti también, que aquella noche terrible hubiera sido tu madre quien muriera, aunque yo hubiera quedado en la silla de ruedas desde donde ahora ella te grita con su voz de aguja.

Limpieza

Se sentía como si la piel se rompiera cuando la tocabas. Acercaba el dedo índice a la mejilla y escuchaba el crujir de la superficie cediendo ante su presión. Yo no recordaba nada, pero la evidencia no dejaba lugar a dudas. Lágrimas saladas tendrían que haber pasado durante todo el tiempo que no supe de mí. ¿Cómo explicar el salitre de otra manera?
El caso ya era alarmante. La ardiente capa de sal arenosa estaba carcomiéndome la piel. Intenté primero quitármela con agua dulce. Fue un fracaso. Esa sal no se disuelve en agua. Después intenté usar aceite, con idéntico resultado. Probé cremas, lociones, leche, hasta helado de vainilla. Nada funcionaba.
Mis opciones se habían acabado y en lo único que podía pensar era en usar sangre. Saqué una navajita, una bolsa de algodón estéril y procedí. La herida en la muñeca izquierda prácticamente no dolió. Los algodones empapados en sangre se deslizaban por mi cara como si fueran parte de mi cuerpo. No fue sencillo quitar toda la costra. La sangre sólo quitaba minúsculas porciones de sal por aquí y por allá. Con paciencia fui acabándome los algodones, fui retirando los granitos de sal, fui limpiando mi piel y descubriendo mis pecas entre la piel roja. Al final, cuando hube retirado todo rastro de llanto y el agua dulce había devuelto el color original a mi piel, cosí con mucho amor mi muñeca izquierda y la besé con ternura, en un claro reconocimiento de que la sangre no sólo mancha, también limpia.

Mezquite

Apagados los ojos, despierto el olfato, ofreciendo una lengua dulce de gemidos guturales, yo te buscaba árbol lleno de espinas, con abrazos que perforaran mis sentidos, con dientes que devoraran... pero tu corteza petrificada se había pulido y tus dedos puntiagudos eran ahora muñones redondos que en lugar de asir, resbalaban en mi saliva.

Manualidades

No había necesidad de hacer escándalos o llamar la atención. Todo era cuestión de desarmarme. Abrí la llave de la ducha, disfruté del chorro cayendo en mi cabeza. Me senté en el piso y procedí. Comencé con la rodilla derecha. No voy a mentir: sí me costó trabajo, sobre todo al principio, pero una vez zafadas las articulaciones, lo de menos fueron piel, venas y arterias.
El trabajo fue minucioso y detallado. La carne fue puesta a un lado, con el fin de trocearla y dejarla ir, poco a poco, por el sanitario. Intenté ser cuidadoso con la tibia al separarla del peroné. Creo, sin embargo, que fui lo suficientemente delicado como para no haber rayado ninguno de los dos.
Durante un buen rato traté de decidir lo que haría con los huesos del pie y como no llegué a una decisión tajante, los aparte para lidiar con ellos más tarde.
Vendé mi rodilla sangrante con gran cuidado y me fui a seguir el trabajo. El palo de madera labrada ya estaba listo, así que sólo necesité cortar la tibia en dos partes y fijar los fragmentos a ambos extremos. El bastón era una gran tibia, crecida artificialmente con la madera en la que había tallado esos ojos vacíos y esas virutas danzantes en el viento que a veces se usan como adorno.
Durante los días eternos que precedieron a la manufactura de la prótesis, pinté minuciosamente el hueso, imitando las vetas de la madera.
Cuando terminé y pude usar mi bastón, me sentía orgulloso de que, aunque macabro, parecía hecho de una sola pieza de madera.
Fuera del bastón, este anillo que hice con las falanges del pie y la espada que hice con el peroné, el resto de los productos son de huesos ajenos. Es increíble la cantidad de objetos que pueden construirse cuando uno se decide a reciclar.

La reina de la noche

Sobre el pecho sentía el ardor del desencuentro. Así, recostada sobre la cama, con los ojos abiertos en medio de la oscuridad, era capaz de ubicar perfectamente cada una de las líneas-rasguños que la marcaban, heridas que sangraban hacia dentro. Con sus dedos enterrados entre la tela, al modo de raíces, su boca de brillante rojo revlon florecía en sonrisa sobre su piel violácea. Curiosas son las maneras en que la felicidad brota aunque uno no quiera.

Bosque rojo

Las ramas se enredan como si tejieran una barrera. Las espinas perforan la tela, la ropa, la piel. Siento rasguños en la cara y la impotencia de que los árboles impidan mi avance. Las ramas de estos mezquites se han clavado en el cuerpo, en el torso. Intento sacarme estas puntas de tres centímetros que tengo incrustadas entre mis músculos, mientras la sangre cae dibujando estrellas en las hojas secas del suelo; pero no sólo no consigo zafarme, sino que ahora me parece que las ramas intentaran acercarme al tronco. No he terminado de quitarme una espina cuando ya una varita se me ha enredado en la muñeca. El árbol me jala y abraza. Su corteza hiere mi espalda. Ya ni siquiera opongo resistencia, me dejo atravesar por sus múltiples garras. Justo antes de cerrar los ojos, en esta posición casi fetal, una rama gruesa se abre paso entre el tronco y yo. Se introduce en mi espalda, atraviesa el corazón y veo cómo emerge de mi pecho este brazo gigante, redondo. Me suelto.

Tinto

El crujir de los huesos apenas se percibe, cuando es mi esternón el que se ha roto hacia adentro. Las costillas se incrustan en los pulmones y la sangre fluye llenándolos como vino espeso en remolino. Soy tu copa. Acercas mis labios a los tuyos y bebes mi dulzón veneno tinto. Nos matamos, nos morimos. Crujen mis huesos al ritmo en que te ahogas con mi sangre.

Carmen Leticia Espriella (Hermosillo, Sonora, 1973). Estudió Letras en la Universidad de Sonora. En 1996 la Unison le publicó la plaquette Desencuentros desesperados. Publica en revistas y en su blog. Autora de Luna de agua (ediciones altanoche, 2007). Imparte clases de literatura.

jueves, 16 de agosto de 2007

tarántula 1

Naufragio en Altanoche

Omar Pimienta



Giligan siempre fue salvavidas

capacidad de retención: vhs programable
pupila y memoria canal 6 de San Diego
inglés con barreras inútil lámina mohosa
un cuarto propio televisión a colores diluidos
cansado de esperar en una isla húmeda

inicios de los 90 simulacro de ahogo
novia y un paquete de condones marchitos
inútiles salvavidas con instrucciones
la pubertad era una máquina del tiempo al fondo del océano

El naufragio para mí siempre será:
la desesperanza de aquellos días
los primeros auxilios

Ginger en technicolor
Mary Ann en blanco y negro


Insomnio

Pago todos esos días de pañales
despertar para comer
volver al sueño en aquellos brazos tibios


Las burguesas tardes con siesta sol calentándome
el viento a la ventana las ganas perdidas
los remiendos del tedio

Pago todas aquellas noches en que me quedé dormido a tu costado
sobre tu vientre sin esperarte


en esta vigilia de cobijas abrasivas
caminatas tartamudeos de ojos
pago todos los velorios de los que me fui temprano


Ella tiene perforada la lengua

Se nota cuando dice:
el amor es un espejo rescatado de la casa en llamas
instalado por error en el cielo de un motel manchado

Ella tiene en su oreja izquierda 7 aritos
al pasar los dedos se siente el espiral de cuaderno de primaria
al pasar la lengua: filtros para secretos

Ella tiene perforado el pezón

se nota cuando se le ciñe la blusa
dice que su hijo tendrá una boca diferente
muchas palabras redondas y una fijación por morder los aros de llaveros

Ella tiene perforado el clítoris
me lo hace saber con dos cervezas sobre una mesa que nos separa
noche larga tabla hinchada asidero de náufrago

Me dice que yo nunca lo sentiré
(no sé si se refiere al clítoris o al piercing y por alguna extraña razón no pierdo la esperanza)

Y contesto:
Yo no tengo perforado nada, ni tatuajes, ni me meto nada y me acuesto temprano con muchas preocupaciones

Ella tiene perforado su lóbulo derecho: una perlita

dice tenerla desde los 11 años
se la regaló la tía (que en paz descanse) cuando la llevó al centro
le compró también un vestido amarillo y zapatillas de charol blanco

Y me dice: pinche poeta, entonces tú por mi perlita te mueres
Y yo digo que sí, pero que por sentir el piercing de su clítoris, escribo



Enterrar los restos de mis pequeñas muertes
profundidad adecuada
los cubro con sábanas más cuerpos

Encuentro huesos camino al baño
los piso confundo con zapatos
bajo la cama entre la ropa sobre el buró

al respirar se desentierran
ojeras de luto tos
recuerdos de cuando vivos

Los años hacen guardar respeto
cementerio de esta cama
flores estampadas en las sábanas

en noches de naufragio palpo los restos
digo: discúlpame hoy ando raro
creo que me ahogo con mi saliva

me duelen los huesos


Uno coge se enamora y mata
muere como puede
de rodillas o sentado al filo de la cama
esperando un vaso de agua las pastillas
una mano en el hombro
la pregunta: qué te pasa

Antes la vida no era para tanto
pasado próspero duradero

Futuro: fosa común por reubicarse


Ahora en naufragios nocturnos
me tallo la memoria luego los ojos
camina al baño con precaución
reflujo y acidez:
pequeñas muertes enterradas en el pecho


Reproches nocturnos

I

Alguna vez me dijiste que era mal amante o que no sabía coger o que lo hacía con desapego que era un egoísta o algo por el estilo, no lo recuerdo bien, seguramente tenías razón porque lo recuerdo entre sueños.

II

Alguna vez me dijiste que si me rasuraba el vello púbico mi pene se miraría más grande.

No es verdad, se ve más solito.


Mis posibles muertes por ahogo

en el océano pacífico
todos miraban el horizonte
yo lo sentía

durante una congestión alcohólica
recuerdo las estrellas que giraban
reflejadas en un charco

con mi propia saliva
una noche de fiebre
durante mi infancia enfermiza

en un colchón revuelto
por un clítoris aferrado a tierra firme

con mi propia lengua
en un ataque poepiléptico

en el diario vaso de agua
del porqué sigo respirando


Omar Pimienta (Tijuana, 1978).
Licenciado en Estudios Latinoamericanos. Actualmente cursa la Maestría en Artes Visuales en la Universidad de California en San Diego. Cuenta con dos libros de poesía: Primera Persona: Ella (Ediciones de la Esquina /Anortecer. 2004), y La Libertad: ciudad de paso (Colección Editorial del Cecut. 2006).
Es (y siempre será) herrero de oficio, artista visual y jugador de basquetbol en decadencia. Tanto su obra literaria y su trabajo como artista visual, además de observaciones cotidianas, se pueden encontrar desde el 2002 hasta la fecha en http://omarpimienta.blogspot.com/.

Tarántula 0

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