Cama
Manuel Llanes
El viento del porvenir
A ella le gustaba salir por las noches en el carro. Aunque me decía que manejara sin rumbo fijo siempre terminábamos en el mismo sitio: el observatorio, ese mirador del norte con una piedra enorme en la cima, donde las manos de los antiguos pobladores de la región grabaron palabras de un lenguaje incomprensible para nuestros intérpretes, siempre un paso detrás de la marcha de lo inefable. Desde ahí podíamos ver las luces de la ciudad, de igual forma que en el pasado aquellos hombres contemplaron las antorchas. En la cima guardábamos silencio y el campo y la noche tenían una cara atroz, mientras el viento soplaba con fuerza entre la ropa y el cabello.
—Es el viento del porvenir —decía ella—, si prestas atención te dirá tu futuro, como una adivinadora ante la bola de cristal.
Pero yo no escuchaba nada, tan sólo el murmullo del viento, como cuando acercaba el oído a una caracola. Ella nunca me dijo lo que el viento le decía, ni siquiera una vez. Tuve que resignarme a verla callada durante el camino de regreso, mientras pensaba en los secretos que el viento del porvenir le había revelado.
No sé dónde está ella ahora, pero la piedra milenaria sigue en la cima del observatorio. A veces me gusta salir a manejar por las noches. Voy por las calles y trato de no pensar, ni detenerme. No voy a ningún lado en especial, pero siempre termino en el mismo lugar: la cima del mirador, donde el viento corre y agita las hojas de los árboles y la hierba, en un intento inútil de mover la piedra. Ahora las cosas han cambiado. Guardo silencio y el viento no me dice en secreto mi futuro. Tan sólo me murmura: “Estás sólo”.
Nadie recuerda la hora, sólo la luz: atardecía. Aquél lunes había ido, como siempre, a la escuela. Así eran sus mañanas de adolescente, llenas de libros y de tareas que siempre se dejaban para más tarde (hasta el domingo en la noche), miradas furtivas a muchachas y discursos vacíos de maestros mediocres. Estaba resignado a sus mañanas, tal vez porque la física y la química le brindaban consuelo con sus fórmulas y cuentos sobre el mundo, porque ocasionalmente era agradable faltar a clases para fugarse a la biblioteca, donde contemplaba las hileras de libros y sentía algo que no era el simple placer, sino algo más sublime que eso.
Por las tardes, le gustaba ver la televisión y salir a caminar: vivía en la orilla de la ciudad, cerca del bosque, un laberinto conocido donde se internaba en largas caminatas, de las cuales volvía con las piernas adoloridas y la ropa llena de polvo y basuras. Al final del día se daba tiempo para leer después de hacer las tareas. A veces se quedaba dormido con un libro sobre el pecho.
El amor no existía para él. Por eso cuando la madre entraba a su habitación nunca encontraba nada que pudiera delatarlo: una carta, un mechón de cabellos, la ropa perfumada por el cuerpo de una jovencita. No tenía amigos, aunque de vez en cuando se topaba en el bosque con otros, que también caminaban. En una ocasión había visto a una pareja de amantes recostados en la hierba, él entrando en ella con un ímpetu que la naturaleza hacía lucir más salvaje. También había visto hombres juntos sobre la hierba, sólo que el ansia de ellos era mayor, como si aquel fuera el único lugar del mundo donde les estuviera permitido tenerse de esa manera. Sin saberlo, sus caminatas improvisadas lo llevaban por un rumbo determinado.
Nunca antes le había pasado. Ni siquiera tenía un diario: le gustaba olvidar. Nadie recuerda la hora. Su padre estaba trabajando, su madre dormitaba en un sillón, sus hermanos nunca habían existido en su habitación de hijo único. Sólo se guarda memoria de la luz: atardecía. No estaba cansado, no quería ir a caminar.
De repente lo escrito en las páginas de la novela que leía le pareció tan cercano, como si aquello de alguna forma también le perteneciera, como cuando contemplaba a las muchachas o a los habitantes del bosque cercano, como si él de alguna forma también tuviera cosas que contar, sólo por el placer de hacerlo.
Sobre su escritorio había un cuaderno de pasta dura. Nadie sabe quién lo puso ahí: el padre estaba en el trabajo, la madre dormitaba en el sillón de la sala. También encontró una pluma de tinta negra, que parecía haber sido creada a partir del aire, en ese momento y por una mano secreta, hecha para existir al lado del cuaderno y escribir sobre él. Comprendió el sentido de las caminatas, de tanta soledad y tantos libros y lecturas. Nadie sabe la hora exacta en que ocurrió. Atardecía cuando se sentó a escribir.
Allá en mi planeta, a la vuelta de la esquina, donde abunda la niebla, los astronautas no son como los tuyos, con escafandras y tanques de oxígeno, para bucear en lo alto. Nosotros respiramos diferente y nuestra tecnología nos favorece: bajamos a los planetas con enormes cigarros, para tener a la mano el humo que nos da la vida y llevar el vicio a todo el universo.
El enjambre de avispas y el dolor que prometen. La tarea hexagonal y dulce de la abeja. La mosca, inmune a la capitulación y la repugnancia. La viuda negra y su cópula con un condenado. El mosquito y su sangre, casi humana. La mariposa que emigra desde el norte; el gusano, esa otra mariposa. La hormiga, que levanta reinos; la termita que los echa abajo. El escarabajo, que recuerda un tanque. La mantis religiosa, que reinventa el verde. La libélula (acaso el más bello de todos los insectos), con sus dos pares de alas. El grillo y su lujuria que canta. La araña y sus trampas de estambre, amigas del rocío. Esas imágenes, triviales para algunos, repulsivas para otros, forman los sueños de un hombre. Su estudio está repleto de todos los colores, de alfileres que paralizan un vuelo y atraviesan un corazón. A su manera, es un redentor que ennoblece los finitos pobladores de su jardín.
Los insectos del presente le temen y detestan, porque para ellos no hay diferencia entre el niño que destruye hormigueros y el mencionado coleccionista, que ante los múltiples ojos no pasa de ser un simple torturador. El roce de antenas, de generación en generación (unos días son toda una vida para ellos), ha transmitido con eficiencia ese pesar. La esperanza de su odio es que un día, el coleccionista reencarne en un insecto, de la misma forma que otros hombres se vuelven rocas, ángeles, madera, hombres de nuevo, humo, papel al viento, castor o lluvia: porque los insectos saben que la vida sigue. Ese amanecer, afortunado y glorioso, cientos de aguijones lo atravesarán, la ponzoña del jardín será su sangre, los bisnietos de la mantis masticarán su cabeza. El entomólogo abre los ojos asombrado ante una nueva especie. Como él la ha descubierto llevará su nombre (¡y de qué forma!). No sabe que su pequeño museo es un callado monumento que profetiza el dolor del porvenir.